Con ocasión de la campaña electoral, he oído hablar mucho de “redistribución” de la riqueza, y de la necesidad de mayores impuestos a los “más ricos”. Se ha dicho, también, que lo importante no es la riqueza, sino su redistribución.
No es pues de extrañar, que algunos políticos estén convencidos de que el objetivo de la progresividad es la redistribución. Pero vayamos por partes.
Desde un punto de vista técnico, progresividad significa que el esfuerzo fiscal que ha de hacer quien más capacidad económica tiene, ha de ser igual que al que ha de hacer quien tiene una capacidad económica menor. Sin embargo, no hay un consenso científico sobre cómo esta se ha de cuantificar.
Precisamente por ello, es cierto que la “ideología política” influye en su graduación. No obstante lo anterior, entre los expertos existe un consenso importante respecto a lo que ha de ser una progresividad “moderada”.
¿Por qué? Porque de lo contrario, la progresividad se está utilizando con finalidad distinta a los ideales de la “justicia tributaria”.
Quiero decir con ello que el objetivo de conseguir un esfuerzo fiscal igual o equivalente, se consigue con una progresividad “moderada”.
Cuando la progresividad es más acusada, su objetivo ya no es la justicia tributaria, sino la reducción de las desigualdades de renta a través de los impuestos. Y ambas cosas son distintas.
Este segundo tipo de progresividad, más bien “ideológica”, responde a la concepción de justicia social que cada uno tenga. Para mí, no es correcta.
Y no lo es porque la verdadera reducción de las desigualdades se consigue a través de políticas selectivas de gasto, esto es, de políticas destinadas a reducir la vulnerabilidad. Hablamos, entonces, de progresividad en el “gasto”. Y es a través de esta última como las desigualdades se consiguen de verdad reducir.
No hay que olvidar, tampoco, las denominadas políticas predistributivas, de origen anglosajón, y que persiguen que la riqueza se distribuya de forma natural de forma más equitativa antes de los impuestos. Sin embargo, no he oído a nadie reconocer que el verdadero problema de la fiscalidad es que nuestro actual esfuerzo fiscal se distribuye de forma ineficiente.
¿Qué quiero decir? Pues que nuestro sistema tributario en su conjunto no es verdaderamente progresivo. En efecto; si calculamos lo que cada uno de nosotros pagamos en impuestos, y miramos el porcentaje que representa sobre el importe de riqueza de cada uno, nos daremos cuenta de que quien más riqueza tiene no hace un esfuerzo fiscal igual al que menos riqueza tiene.
Esto es, que lo que se paga por impuestos no aumenta porcentualmente a medida que nuestra riqueza aumenta. En consecuencia, nuestro sistema no es progresivo. Y de ahí, que el esfuerzo fiscal se distribuya de forma ineficiente. Sin embargo, la solución no es subir los impuestos a los más ricos, sino distribuir de forma eficiente el esfuerzo fiscal; eficiencia que se consigue reduciendo a unos los impuestos, y aumentándoselos a otros.
Ello exige, a su vez, un replanteamiento global de la fiscalidad de la riqueza, y no soluciones parciales. Y aun así, no solucionamos el verdadero problema, que es la necesidad de crear riqueza. No a cualquier precio. De ahí la importancia de una economía “social” de mercado cuya característica esencial es que se trata de una economía orientada al bien común, es decir, a conseguir una vida digna para todos.
Vida digna que solo es posible a través de un trabajo digno, y no de ayudas económicas. Vida digna, en un contexto de responsabilidad subsidiaria del Estado, esto es, que la responsabilidad principal es siempre de la persona y de los entes intermedios, como las familias y las ONG.
Pero aun así, no hemos resuelto el principal problema, que es el gasto público, cuya solución requiere, primero, una gestión eficiente, segundo, mayor colaboración público-privada, y, tercero, ser consciente que su importe tiene un límite que en cada Estado es distinto.
El problema, hoy, es que al haberse abierto el melón de los “derechos para todos”, el gasto no tiene límite. Y la riqueza sí que lo tiene. A pesar de ello, no he oído a casi nadie hablar de estos problemas.
¿Será que no existen? Estoy convencido de que el problema es mío, un viejo existencialista fiscal.
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