Se acerca el período de convocatorias y celebraciones de las Juntas Generales de las compañías (Juntas que, esencialmente, entenderán sobre las cuentas anuales). Las cotizadas han presentado su información financiera como punto de partida de los análisis sobre la inversión llevada a cabo por sus accionistas. Se activa, en consecuencia, el derecho de información de los socios. Unos socios muchas veces exigentes, que ya no se conforman con disponer de una información sesgada, sino que pretenden conocer más de la compañía, el desarrollo de sus proyectos y la ejecución de los mismos.
Siguen resonando en nuestros oídos noticias como la condena a inicios de este año de Elisabeth Holmes, fundadora de Theranos y que ha sido declarada culpable por delitos de fraude; o la caída en picado de la multinacional francesa de residencias de ancianos Orpea, tras una publicación en la que se denunciaban las malas prácticas en la atención a los mayores, primando una gestión basada en la obtención de beneficios en perjuicio del cuidado y trato dispensado.
Ya desde la crisis financiera, la necesidad de que las compañías estuvieran regidas por criterios de buen gobierno corporativo devino esencial, acentuándose la importancia de todo cuanto concierne al conjunto de principios y procedimientos que garantizan transparencia y una gestión ordenada. Atrás quedaron órganos de administración integrados por consejeros poco involucrados o inapropiados, con retribuciones desorbitadas; directivos y profesionales —en casos que no es preciso recordar— cuya falta de diligencia, ética y competencia pusieron en riesgo el sistema económico a escala global; asunción de riesgos desmesurada; imprudencia y falta de diligencia.
Aquella situación puso de manifiesto el impacto —a todos los niveles— que podía tener la falta de transparencia y rigor en las organizaciones. Se produjo entonces un importante incremento de regulación en materia de gobierno corporativo, pasando de las recomendaciones a las normas de carácter vinculante. Sorprende recordar que, hasta la reforma de la Ley de Sociedades de Capital de diciembre de 2014, los consejos de administración de la gran mayoría de las compañías apenas se reunían una vez al año (para formular las cuentas anuales, lo que es un imperativo legal).
No existía un seguimiento de la gestión de la empresa, de la actuación de la dirección general ni de la evolución del negocio. Era imposible realizarlo con una reunión anual. En ese entorno, hablar del deber de diligencia y lealtad de los administradores resultaba excesivamente remoto. La reforma legal mencionada obligó a que los consejos de administración se reunieran, al menos, una vez al trimestre, lo que pretendía garantizar que el consejero mantenía un seguimiento constante de la compañía.
Tampoco a fecha de hoy se puede afirmar que se esté atendiendo a esta obligación con la diligencia que requiere, pero, cuando menos, sí hay una mayor consciencia del seguimiento que los consejeros deben hacer de las compañías. Es innegable que gran parte de la exigencia de control y seguimiento dependerá de la estructura y composición de los órganos de gobierno de la propia compañía (sus accionistas, órgano de administración y dirección general). Sin ninguna duda, el nivel de presión se relaja en organizaciones familiares, en las que el rendimiento de cuentas de un órgano a otro tiende a ser inexistente porque unas mismas personas ocupan los cargos de administradores, encargados de la dirección y además son socios.
Hay una mayor consciencia del seguimiento que los consejeros deben hacer de las compañías
En consecuencia, cabe considerar que la regulación en materia de gobierno corporativo se ha ido incrementando y que, por ahora, según lo expuesto, dar cumplimiento a los mecanismos de gobierno corporativo que son imperativos no parece una tarea excesivamente compleja.
Sin embargo, más allá de las exigencias normativas, la esencia del buen gobierno corporativo se basa en una coordinación y entendimiento entre los socios, los administradores y las estructuras directivas. Cada una de estas capas de poder debe entender y tener clara la misión y valores de la empresa. Se trata de niveles de control que deben dotar a la compañía de los mecanismos de protección y creación de valor más allá de los puros intereses accionariales.
Lo más relevante es que también la sociedad en general (clientes, empleados, proveedores, inversores, e incluso los medios) penalizan a aquellas empresas que carecen de operativas y principios que ofrezcan seguridad y credibilidad en el mercado, sostenibilidad a largo plazo y creación de valor efectivo (existen ejemplos de afectación en la cotización y reputacionales tales como el de Volkswagen o Facebook -en su momento- o, más recientemente, el de Orpea, entre otros). Aquí es donde radica realmente la esencia y los beneficios del gobierno corporativo.
La implementación de principios de buen gobierno repercute positivamente en las compañías, en la media en que genera confianza y garantiza un marco ético que se traduce en:
- Captación de inversores (huelga decir que muchas veces son los propios gestores de las inversiones los que están sujetos a sus propios controles) y acceso a financiación (nuevamente, las instituciones financieras están sometidas a controles y fiscalización, por lo que las operaciones deben estar debidamente analizadas).
- Atracción de talento, en la medida en que la empresa se proyecta con transparencia y rigor, con un proyecto sostenible a largo plazo y considerando los intereses de los empleados, así como los principios de igualdad y no discriminación. En este sentido, resulta básica una dirección de personas que ofrezca el desarrollo profesional en igualdad de oportunidades, con retribuciones justas y posibilidades de aprendizaje y crecimiento.
- Mejores relaciones comerciales, pues un proyecto a largo plazo se basa en fomentar relaciones sólidas y duraderas con proveedores y clientes.
- Mejora la reputación, ya que la compañía tendrá en cuenta el impacto de sus actividades desde una perspectiva social y medioambiental.
Y es que actualmente los beneficios económicos se entremezclan más que nunca con los beneficios sociales y medioambientales. El concepto ‘generación de beneficios’ como objetivo económico único basado en la pérdida de bienestar y afectación al planeta ha quedado superado por el de ‘generación de valor’. Ya no podemos permitirnos el lujo de crecimientos económicos basados en una falta de responsabilidad, de ética y de moral. Las iniciativas y proyectos promovidos en el seno de las compañías deben alinear las oportunidades y necesidades de negocio y sociales, los intereses empresariales y la integridad como principio esencial. Es el momento de aunar objetivos económicos y no económicos, de considerar la huella positiva que deja una compañía: a qué se dedica y cómo se dedica.
Todo ello supone un reto considerable imposible de alcanzar si no se estructura bajo el paraguas de unas directrices operativas que garanticen un marco de buen gobierno que dirija el rumbo de toda la compañía. La presión cada vez será mayor, tanto desde un punto de vista regulatorio como también social. Los ‘stakeholders’ serán cada vez más exigentes porque hay una mayor consciencia social y medioambiental. Y no es temerario aventurar que el mercado irá castigando a las empresas que no estén ajustadas a estos principios y parámetros de gobierno corporativo.